Fluxus: la paradoja

[Tania Mouraud: Initiation room N°2  (con La Monte Young)]

Podemos volar, si estamos dispuestos a dejar de andar
(John Cage)

manifiesto

A primera vista, invocar el término “subversión” en el ámbito estético parece a estas alturas un delirio anacrónico o una entrega total al ridículo ¿Qué razones podría haber para insistir en él, toda vez que ha sido vaciado de contenido y prácticamente esterilizado? ¿No se ha demostrado ya suficientemente la impertinencia de semejante idea? ¿No se ha verificado acaso una y otra vez cómo todos los intentos de subversión de las reglas del arte terminan sometidos a éstas y favoreciendo una lógica que, se supone, repudian?

¿O es que estas preguntas deben orientarse en otra dirección?

El arte-diversión fluxus es la retaguardia sin ninguna pretensión o  impulso de participar en la competencia de ‘llegar a otro nivel’ con la vanguardia, dice Maciunas en el Fluxmanifesto de 1965 ¿Por qué definirse, en la primera declaración que recoge las propuestas del grupo, a partir de una diferencia? Y, sobre todo, ¿por qué establecer esa diferencia con la vanguardia?

Casi cincuenta años han pasado desde que aquel manifiesto que proponía un arte sin valor “ni institucional ni como mercancía” (1965), cuyo proyecto, si se trataba de presentar alguno, era el de desbordar sus límites hasta expandirlos a la práctica vital toda. Antes que un “movimiento artístico” Fluxus se había declarado como una “actitud espiritual”, caracterizada sobre todo por la inconformidad con las formas establecidas de producción, consumo y comprensión del arte. Por entonces subvertir era precisamente la consigna, y auguraba -una vez más- ser profundamente desestabilizadora.

En el afán por apartarse de las categorías de movimiento, pero sobre todo de Vanguardia, revelaba Maciunas el temor de que su empresa corriera la misma suerte de aquéllas de principios del XX: para finales de los años cincuenta, la academia y afines habían hecho su parte, y el discurso dadaísta enlatado, legitimado, institucionalizado y masivamente consumido, no resultaba en absoluto perturbador. Si una tendencia es contracultural en la medida en que se mantiene alejada de los circuitos que hacen funcionar al «establishment», las vanguardias habían demostrado que podían ser profundamente conservadoras.

Hará falta, sin embargo, detenerse en algunas precisiones para comprender cómo operó esta inversión, esta fagocitosis de la actividad –usado aquí el sustantivo en lenguaje nietzscheano: devenir activo– de la Vanguardia. Si las fuerzas activas son las genuinamente creadoras (fuerzas orgánicas, vitales, que fluyen, se despliegan y transforman por acción de sí mismas, de la afirmación radical de su diferencia) y las fuerzas reactivas las que conservan y se conservan por obra de la voluntad de negar, por la contradicción, la Vanguardia toda podría pensarse como un cuerpo, un organismo en tensión entre ambas.

Para desarrollar esta idea, habremos de acercarnos brevemente a dos casos notables, por los motivos que veremos: el Surrealismo y el Dadá, de orígenes y destinos tan próximos como distantes. Como Fluxus, Dadá no es un movimiento y no es definible más que como un espíritu, como una (est)ética vitalista. Es la pura afirmación, el cataclismo de la dialéctica. No explica, no significa, no es útil, no es cómodo, rentable o conveniente, (se) afirma desde y para sí mismo. No tiene lugar porque no es, sino deviene. El Dadá no es un ismo[i].

“La filosofía es la cuestión: de qué lado empezar a mirar la vida, dios, la idea, o cualquier otra cosa. Todo lo que uno mira es falso. El resultado relativo no me parece más importante que escoger entre pastel y cerezas para el postre.
La manera de mirar rápidamente el otro lado de una cosa, a fin de imponer su opinión indirectamente, se llama dialéctica, es decir, regatear el espíritu de las patatas fritas bailando la danza método en derredor […]
DADA; creencia absoluta indiscutible en cada dios producto inmediato de la espontaneidad: DADA; salto elegante y sin perjuicio de una armonía a la otra esfera; trayectoria de una palabra lanzada como un disco sonoro grito; respetar todas las individualidades en su locura del momento: seria, temerosa, tímida, ardiente, vigorosa, decidida, entusiasta; pelar su iglesia de todo accesorio inútil y pesado; escupir como una cascada luminosa el pensamiento chocante o amoroso, o mimarlo -con la viva satisfacción de que da igual- con la misma intensidad en el zarzal, puro de insectos para la sangre bien nacida, y dorada de cuerpos de arcángeles, de su alma. Libertad: DADA DADA DADA, aullido de los dolores crispados, entrelazamiento de los contrarios y de todas las contradicciones, de los grotescos, de las inconsecuencias: LA VIDA” (Tzara, 1963: 18).

El Surrealismo reacciona: acciona desde la reactividad. Desciende del Dadá pero no a la manera de un fruto o una efusión, de un hígado o de una loma, sino contra él. Secuestra sus fuerzas y las domestica, las doblega y las esteriliza. Desaloja lo bullente, mutable, dinámico y pródigo: lo activo y lo arrastra hacia la reactividad que opera la transubstanciación de la poiesis en dogma. Desde el principio, la lógica de este parricida es reactiva: “siempre consideramos como un deber el caracterizar de la manera más explícita posible y en cada momento nuestra actitud moral” (Aragon, Breton et al, 2005: 115). No es para nada casual que se haya querido definir como lo hizo. Durmió con la dialéctica: se hizo institución, se incorporó, sedujo, fue digerido de buena gana y adhirió, como casi todos, a la religión de los ismos -esa que repudiaron siempre los que pertenecieron a Dadá- : el propio y el de lo común. Mientras Dadá afirmaba no reconocer más teoría que la libertad, el presidio surrealista exigía sumisiones ideológicas. Límites, exactitudes, certidumbres y demás aberraciones comenzaron a aparecer en su diccionario, sobre todo cuando alabaron al buen dios que infló de mayúsculas las potencias revolucionarias, las encarnó en un cuerpo y las sacrificó según el mandato de su doctrina… Y además le resultó imposible -o insoportable- admitirlo[ii]. “Deber”, “moral” y “explícito” no son los gritos de un artista, sino las máximas de un catecismo. En esa sola frase están contenidos todos los valores esclavistas que Dadá desconoció:

“La moral atrofia como todo azote producto de la inteligencia. El control de la moral y de la lógica nos han inflicto la impasibilidad ante los agentes de la violencia -causa de la esclavitud-, ratas pútridas de las que está repleto el vientre del burgués, y que han infectado los únicos corredores de vidrio claros y limpios que quedaban abiertos a los artistas” (Tzara, 1963: 18).

En su adhesión burocrática al Comunismo, los surrealistas pactaron definitivamente con el poder de Platón y acordaron la muerte de lo activo, de la “actividad del pensamiento” (Breton, 2001: 44) que alguna vez intentaron poner en marcha. Que La Révolution surréaliste haya pasado a ser Le surréalisme au service de la Révolution no es de extrañar, si desde el principio se consideraron el ‘rayo invisible’ que algún día permitiría superar a sus adversarios… La lógica militarista es la lógica servil, reactiva por excelencia[iii]. Y el pacto funcionó: venció el ismo. La parálisis y la moral conservadora ganaron la partida, y los edificios más grandes que quedaron en pie tras la hecatombe de la comarca vanguardista fueron sus palacios… El Surrealismo arrastró consigo todas las potencias revolucionarias de la Vanguardia hacia el cauce estrecho, controlado y seguro de la pura reactividad.

“Yo niego que el desarrollo lógico del surrealismo lo haya conducido hasta esa forma definida de revolución que se deja oír bajo el nombre de Marxismo. Siempre pensé que un movimiento tan independiente como el surrealismo no estaba sometido a los procedimientos de la lógica común […] Poner de manifiesto una simple actitud moral, ¿acaso creerán que eso pueda bastar, si esa actitud está totalmente marcada de inercia? El interior del Surrealismo lo condujo hasta la Revolución. Ése es el hecho positivo. La única conclusión eficaz posible (dicen) y a la que una gran cantidad de surrealistas se negaron a adherir; pero a los otros, esa adhesión al comunismo, ¿qué les dio, qué hizo producir? No los hizo avanzar un paso. En el círculo cerrado de mi persona, nunca sentí la necesidad de esa moral del devenir que al parecer dependería de la Revolución […] No existe disciplina a la que me sienta obligado a someterme […] Para mí, dos o tres principios de muerte y de vida están por encima de toda sumisión precaria. Y cualquier lógica nunca me pareció sino prestada […] El Surrealismo murió por el sectarismo imbécil de sus adeptos” (Artaud, 2005: 122 – 126).

El Dadá, que es otra cosa, energía, vibraciones, frecuencias, una actitud y no una institución, resulta invisible a los ojos del determinismo; por eso ha podido seguir esparciendo sus esporas en el aire. Es en esa contextura que puede comprenderse la aparición de Fluxus. Hay entusiasmo y, a la vez, recelo en la frase de Maciunas: Fluxus no se presta a la competencia con la Vanguardia, en primer lugar, porque no es reactivo (y la competencia es reactividad) y, en segundo término, porque no reconoce a la Vanguardia como una forma esférica, total o cerrada. Hacerlo habría sido y sería condenar las fuerzas de Dadá por un crimen ajeno. Considerando a la Vanguardia como lo que es, un enjambre de partículas volátiles, comprendían que rehabilitar las energías del Dadá era una operación riesgosa que podía despertar los fantasmas que habían abatido al Surrealismo… Pero era imperioso intentarlo.

Seis años antes de la mayor revuelta cultural del siglo XX[iv], Fluxus emergía como una “nueva oportunidad” para la liberación, entendida en términos marcusianos:

“La dimensión estética puede servir como una especie de calibrador para una sociedad libre. Un universo de relaciones humanas que ya no esté mediatizado por el mercado, que ya no se base en la explotación competitiva o el terror, exige una sensibilidad liberada de las satisfacciones represivas de las sociedades sin libertad; una sensibilidad receptiva de formas y modos de realidad que hasta ahora sólo han sido proyectados por la imaginación estética. Porque las necesidades estéticas tienen su propio contenido social: son los requerimientos del organismo humano, mente y cuerpo, que solicitan una dimensión de satisfacción que sólo puede crearse en la lucha contra aquellas instituciones que, por su mismo funcionamiento, niegan y violan estos requerimientos” (Marcuse, 1969: 34).

Si la lectura de Freud que hicieron Breton y sus seguidores era fielmente freudiana (aunque el propio Freud no quisiera o pudiera advertir hasta qué punto) y absolutamente científica (aunque los surrealistas no quisieran o no pudieran admitir hasta qué punto) las acciones de Fluxus, heredadas de Dadá, se conectan con las reflexiones libertarias de Marcuse. De acuerdo con Freud, la historia del hombre es la historia de su represión. “La cultura restringe no sólo su existencia social, sino también la biológica, no sólo partes del ser humano, sino su estructura instintiva en sí misma. Sin embargo, tal restricción es la precondición esencial del progreso”. La mirada de Marcuse (1983: 27) hace evidente que, aunque potencialmente transformadora, la noción freudiana lleva el eco y la marca de su tiempo: presenta como esencial una condición del individuo que no es más que histórica. Lo que Freud propone como Principio de realidad es para Marcuse el Principio de actuación.

Esta modificación es crucial. La evolución del principio de realidad en principio de actuación implica que los actos humanos no son congénitos ni independientes de la cultura, y los exime de una condición inexorable que determinaría su sino letal como mera represión de los instintos. Sobre la premisa de que el hombre debe satisfacer sus necesidades en un mundo en el que los recursos son naturalmente insuficientes, Freud asume la escasez como un principio regulador de todo comportamiento humano, como si ésta fuera una especie de estado “puro” inevitable, como si no dependiera de una organización y una distribución específicas, sujetas a sistemas determinados. A este principio de realidad, esencialista y ahistórico, Marcuse incorpora lo que Nietzsche llama Historia crítica: un impulso liberador que revisa el pasado con ojos transformadores ante un estado dominante de malestar.

Benjamin ya había sugerido cómo sin la revisión profunda de las categorías y la crítica a las representaciones de la (su) historia, cualquier intento de revolución resultaría insuficiente. Cuando él mismo comienza por examinar ciertas nociones, acusa que el concepto marxiano del trabajo no es en absoluto revolucionario: “el trabajo, tal y como ahora se le entiende, desemboca en la explotación de la naturaleza, explotación que es opuesta, con ingenua satisfacción, a la del proletariado” (1989: 185). Entendido como dominación sobre la naturaleza, la acción humana termina por reafirmarse también –y sin más- como dominación no sólo de unos sobre otros, sino sobre la propia libertad.

Al recordar que “la naturaleza de los instintos es adquirida históricamente”, Marcuse hace una lectura de la hipótesis freudiana que abre paso a la posibilidad de “otra forma de civilización” fundada ante la puesta en vigencia de “otro principio de la realidad”: una civilización no represiva. El destino que ha sufrido la condición del hombre “puede cambiar si las condiciones fundamentales que provocaron que los instintos adquirieran su naturaleza” cambian (1983:131).

Más allá de la postura desalentada y desalentadora de Freud, sugiere Marcuse que esas condiciones que determinaron el destino de los instintos han estado fundamentadas en una particular distribución de la escasez, que obliga a volcar una parte importante de la energía del Eros en la satisfacción de necesidades, tanto primarias como secundarias. El papel social de los instintos, responsable de “la división civilizada del trabajo, el progreso, ‘la ley y el orden”; y “también [de] la cadena de sucesos que llevan al debilitamiento progresivo de Eros y, por tanto, al aumento de la agresividad y el sentimiento de culpa” (Marcuse, 1983: 131) , ha sido codificado en función de factores que en ningún caso constituyen su “naturaleza”: la represión que les es atribuida como “inherente” proviene de condiciones fundamentalmente históricas: “el principio del placer fue destronado no sólo porque militaba contra el progreso en la civilización, sino también porque militaba contra la civilización cuyo progreso perpetúa la dominación y el esfuerzo” (1983: 52).

Un cambio en las representaciones de la historia, que haría “inútiles las instituciones del principio de actuación” mediante la invalidación del tipo de organización actual, opresivo, de la vida instintiva, precisa de una decisiva alteración del estado de cosas y del modo heredado de pensarlas (continuum): la “negación total del sistema establecido, de su moralidad y su cultura; afirmación del derecho a construir una sociedad en la que la abolición de la violencia y el agobio desemboque en un mundo donde lo sensual, lo lúdico, lo sereno y lo bello lleguen a ser formas de existencia y, por tanto, la Forma de la sociedad misma” (1969: 32).

Esa era la liberación que invocaba el acontecimiento Fluxus. Pero escapar a la sujeción del sistema exigía más que el énfasis en los apelativos: algo sucedió y el programa quedó truncado, sobre todo porque su apuesta por sustraerse a la decodificación teórica no llegó a feliz término. La academia asumió pronto sus experiencias como obras-de-arte: siguieron lecturas, curadurías, retrospectivas, y Fluxus quedó inscrito en la historia (del arte) como (otro) “movimiento”. Las formidables transformaciones que habría de producir han quedado registradas como fragmentos de un relato o, en los peores casos, pasado a formar parte de la cultura mediática, enlatadas bajo etiquetas lamentables y destinadas al consumo masivo.

El epitafio de Fluxus lo describiría como “una segunda vanguardia”: contra todas sus premisas fundantes, no se hizo más que subordinarlo a las categorías existentes. Surgen aquí dos lecturas posibles, y de cierta manera, complementarias:

1) En tanto la razón dominante es tal y subsiste en la medida en que es capaz de sostener los códigos sobre los que se establece, actúa desde ella toda una voluntad con inercia casi biológica para mantenerse desde su verdad, que no es otra que la razón moderna. En este sentido, cualquier desafío a su lógica resulta incomprensible, o

2)  Peligroso; y en esta medida, inadmisible: la amenaza ha de ser neutralizada. Dado que las derivas políticas de las primeras vanguardias habían determinado el fracaso de su intento por minar las bases de la moral dominante (no solo por las formas de recepción y circulación de las obras, sino por la subordinación de algunos de sus miembros a los controles de la estructura política sistematizada), el instinto de preservación del aparato cultural asignaría a Fluxus las mismas denominaciones, enunciados y criterios. La justificación de cierto “espíritu de postguerra” resultaría también muy conveniente para invalidar cualquiera de sus intentos por trascender el mero registro histórico.

Quizás así se explique cómo la eclosión simultánea y ecuménica de energías de subversión de aquel momento no hicieron un eco más potente de las vigorosas acciones de Fluxus, que finalmente pasarían desapercibidas para el gran público. Era, a fin de cuentas, un terreno abonado por las jerarquías del tanatos (Θάνατος) en el que penosamente intentaba germinar un espíritu emancipador y vitalista. “No había dinero que ganar, ni gloria que cosechar, el resto de la escena del arte nos ignoraba, la prensa, en el mejor de los casos, nos sacaba maliciosamente en las páginas a color entre el becerro de cinco piernas y la boda del príncipe»[v].

Ese espíritu fue traicionado por la R mayúscula, por el desgaste de las energías revolucionarias en la persecución interminable de una realidad-Dios: una abstracción (platónica) que solo podía multiplicar la reactividad (¿Cómo podrían ser transformadoras unas fuerzas que exigen sumisión y anulan la voluntad?)

“Si la desgraciada historia de la revolución en los últimos cincuenta años nos enseña algo, es precisamente la inutilidad de una política centrada exclusivamente en derrocar gobiernos, clases dirigentes o sistemas económicos. Son los fundamentos del edificio lo que hemos de buscar. Esa actividad política termina, al cabo, reconstruyendo las torres y castillos de la ciudadela tecnocrática. Sus fundamentos están entre las ruinas de la imaginación visionaria y el sentido de la comunidad humana. Ciertamente, esto es lo que Shelley ya veía en los primeros días de la Revolución Industrial cuando proclamó que, en defensa de la poesía, hemos de implorar la ‘luz y el fuego de las regiones eternas donde la facultad de cálculo no se atreve a remontar el vuelo con sus alas de lechuza” (Roszak, 1981: 70).

Fluxus fue traicionado en su intento y cayó en la trampa de la significación. Archivado, clasificado, ordenado, estudiado y estérilmente resucitado en desvaríos de memorabilia, escribe parte de una  historia que abominó y a la que nunca debió pertenecer. La inercia de la tradición se encargó de sumergirlo… Pero no logró ahogarlo. Porque si la revolución violenta es impracticable, la inmutabilidad social es insostenible. No se trata de giros fulminantes, sino de fragmentarias (in)filtraciones. “De cierta manera Fluxus nunca existió, no sabemos cuándo nació, luego no hay razón para que termine”[vi]. Algo de él, de a poco, sigue emergiendo. Quizás la incertidumbre, la perplejidad, la debilidad de un paradigma que se niega a recorrer el final urgente de su itinerario, este permitiendo hoy que ese algo se haga visible. Décadas después, el “redescubrimiento” y la recuperación de sus producciones tiene la marca de la evocación. Hay algo en ellas que hoy da la sensación de no haber sido comprendido en su justa medida, o haberse pasado por alto. A diferencia de “otras” vanguardias (de las que sí parece haberse dicho todo) Fluxus aún viene a interpelarnos. La pregunta es Por qué.

¿Qué vienen a decir hoy piezas que fueron creadas, concebidas y presentadas precisamente para burlar el destino del polvo y el cartón de los grandes museos, exhibidas en las salas de un gran museo? ¿Siguen acaso vigentes las circunstancias que dieron lugar a Fluxus?

Algo que detonó en aquellos años parece estar resonando.

Se dice que no hay razones para establecer una relación directa entre los movimientos, grupos y revueltas políticas de los años 60 y la propuesta de reconfiguración del panorama estético a la que apuntaban los miembros de Fluxus; pero al mismo tiempo, ignorar el contexto que dio lugar a sus manifestaciones significaría desconocer la complejidad de lo que fue probablemente el momento más crítico de la razón moderna, y (está por verse si) un punto de quiebre definitivo de algunas de sus más fuertes estructuras de conocimiento:

“To establish a direct link between Fluxus events and the protest politics of the 1960s would be to falsify the historical record; however, the anarcho-cultural sensibility articulated in Fluxus concerts did affect the arts in the same way that cultural protest infiltrated the public sphere”. (Huyssen, 2006: 194).

En la medida en que el programa estético de Fluxus congregó y potenció un arsenal de ideas de distintos ámbitos que venían definiendo desde el siglo anterior un détournement[vii] del aparato cultural, sus acciones integraron un pronunciamiento auténticamente político, en el más vasto y efectivo sentido. Varios de sus postulados, heredados en buena medida de la noción de experiencia de Cage, instalaron explosivos en la tradición del pensamiento.

En primer lugar, la traslación del foco de atención del artista, creador o ejecutor al espectador, quien ha de abandonar por completo su actitud (e idea) de “receptor” para involucrarse de manera activa en la producción. Habida cuenta de que no existe algo como la “contemplación”, la invitación a participar del proceso genera un desplazamiento definitivo de roles y la consecuente desaparición de la noción misma de autor. Esta idea, que arrecia sobre el juego propuesto por Dadá, sugirió una total reformulación no sólo del concepto de arte, sino de la comprensión de la práctica vital misma. Se le solicitó al destinatario de la experiencia que modificara radicalmente su modo de aproximación no sólo a lo que presenciaba sobre la “escena”, sino al conjunto de estímulos a los que se exponía más allá de ella. El artista pasó a ser un insinuador y su única certeza la aleatoriedad: buscar la «intención» no sólo se hizo irrelevante, sino inapropiado.

Las implicaciones de esta inversión son significativas. Vaciar de sentido la intención, declarar que “todo puede ser arte y cualquiera puede hacerlo” (Maciunas, 1965) suprimía de golpe toda la carga de solemnidad puesta en el acto creador y despojaba al objeto de valor frente al olvidado centro del problema: precisamente la experiencia vital del sujeto, que era así reivindicado como principio, fin último y ánimo de la cuestión. El gesto desmantelaba la farsa de una cultura que continuaría reduciendo el arte a la mera valoración de la obra-fetiche prometiendo un tenor supuestamente “espiritual”. Después de todo, eran hijos de Duchamp… Se trataba de redoblar aquella desatendida apuesta.

Esto lo buscarían a través de la experimentación en el campo sonoro. la determinación de “abandonar el deseo de controlar el sonido” (Cage, 2005: 10) que movilizó las acciones de Fluxus, invalidaba toda una conciencia que asumía el hecho creativo como operación de un temperamento único y “especial”, de una facultad extraordinaria que confería al productor la cualidad de genio y lo hacía autoridad. Si música era, virtualmente, cualquier sonido, proveniente de cualquier fuente, no habría deidades que alabar.

La desaparición del autor tiene otra profunda consecuencia: frente a la racionalidad basada en el control, consagrada a ofrecer revelaciones finales, se erigen como principios fundantes el azar y el exceso. Es nada menos que el poder y sus instancias lo que se pone en entredicho. Cage continúa: “limpiar de música nuestra mente, y dedicarnos al descubrimiento de medios para permitir que los sonidos sean ellos mismos, no vehículos para teorías elaboradas por los hombres o expresiones de los sentimientos humanos” (2005). El nuevo arte se propone multiplicar las esferas de legitimidad, provocar una implosión en los mecanismos con los que opera la interpretación. Al sustraerse al impulso interpretativo, las acciones de Fluxus suscitan una línea de fuga, en el sentido deleuziano[viii], una proliferación ad infinitum de las posibilidades, una borradura del camino de progresión entre la producción (previa) de la obra y su (posterior) recibimiento.

No es casual que Fluxus pretenda comprender todo estímulo como sonido: “Nueva música: nueva actitud al escuchar. No un intento de comprender algo que se dice, pues si algo se dijera se daría a los sonidos forma de palabras [y] un sonido no se considera a sí mismo como pensamiento” (Cage, 2005). A diferencia del lenguaje, el sonido permanece aún alejado de las zonas de codificación del modelo interpretativo. Para el ruido no existe algo como una “gramática”. Y es precisamente ese el camino que Fluxus se propone explorar. No se trata de generar nuevas teorías, ni siquiera de propiciar nuevas lecturas de las vigentes, sino de rechazar, en lo posible, toda apreciación mediada por el pensamiento teórico, pues la mera intención interpretativa obedece al orden que se pretende desarticular. Se busca habitar lúdicamente los intersticios del modelo interpretativo, saturarlos con imaginación liberada[ix] para dar lugar a nuevas lógicas, basadas en el conocimiento creador, que redunden en una fabulación más espontánea, plural y satisfactoria del mundo.

La necesidad de un nuevo principio de actuación basado en la libertad motorizó al acontecimiento Fluxus. Si el mundo había devenido en lo que era por obra de imaginarios tendientes a la represión, basados en la dialéctica, fundamentados en la lógica dualista, era necesario acudir a nuevas invenciones poéticas de la fábula humana. La fantasía, que tenía el privilegio de ser el espacio de esa posibilidad, debería ser absuelta, la imaginación redimida: liberadas de la esclavitud, habrían de interceder en la reconciliación del intelecto y la sensibilidad humanos con una naturaleza instintual libre, religada al principio del placer. El círculo fundador de Fluxus pretendía resolver lo que se consideraba entonces una dicotomía entre arte y vida. Hoy en día, está claro que la contribución radical que Fluxus aportó al arte fue sugerir que no hay ninguna frontera que borrar[x].

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NOTAS

[i] El “Dadaísmo” no es sino un producto posterior acuñado por el determinismo historiográfico. El ismo en el que se convertiría le es no solo ajeno, sino impropio del espíritu Dadá.

[ii] Al final del texto en el que los surrealistas justifican la expulsión de Antonin Artaud por no afiliarse al Partido comunista francés, advierten que sus declaraciones son hechas “sin ningún tipo de dogmatismo y tan solo tomando las palabras del natural” (Aragon, Breton et al, 2005: 118).

[iii] “Una tropa se forma, se orienta, se mueve como algunas imágenes dentro de su jefe. Una tropa se aventura, se da, se pierde conforme a ciertas imágenes comunes a toda la masa.

En fin, todo el arte de mando consiste en haber organizado la desigualdad fatal que hace falta que alguien se atribuya […]

Vistos desde cierto ángulo, dos ejércitos, anudados por un objetivo, constituyen una cosa única que se deforma y va desde un estado inicial hasta uno final por medio de una serie de movimientos interiores. Desde ese punto de vista, la victoria y la derrota han perdido su significación.

En el origen de este sistema, todos los individuos existentes presentan una duda general y, cualquiera que sea su esperanza, dos ideas contrarias comparten el fondo de cada uno. Finalmente, esa mezcla o esa duda, primero distribuida de manera uniforme en el terreno, se convierte en dos certezas, cada una colorea a un bando entero.

[…] En la guerra, a falta de símbolos, nos veremos obligados, para ser claros, a matar hasta al último de los otros. Toda batalla, por lo tanto, está llena de convenciones.

El conjunto de las ideas militares está dirigido por una de ellas, que es fija, y es la idea del Enemigo. Es el No-Yo de un ejército. A un hombre en guerra esta idea le viene constantemente a la mente, y critica todos esos minutos simplemente porque vuelve una y otra vez. Dejo al lector el problema muy general de investigar en qué se convierte el pensar continuo del individuo cuando se le impone alguna condición invariable y por medio de un incesante retorno se vuelve a encontrar con todas las asociaciones posibles, alterándolas una a una, pero ella sin alterarse”. (Valéry, 2009: 152)

[iv] “En 1968-1969 una ola de rebelión sacudió los tres mundos, o grandes partes de ellos, encabezada esencialmente por la nueva fuerza social de los estudiantes, cuyo número se contaba, ahora, por cientos de miles incluso en los países occidentales de tamaño medio, y que pronto se convertirían en millones […] En Europa, oriental y occidental, no se produjeron muchas bajas, ni siquiera en los grandes disturbios y combates callejeros de París en mayo de 1968. Las autoridades se cuidaron mucho de que no hubiese mártires. Donde se produjo una gran matanza, como en la ciudad de México en 1968, el curso de la política cambió para siempre.

Así, las revueltas estudiantiles resultaron eficaces fuera de proporción […] Y, sin embargo, no eran auténticas revoluciones, ni era probable que acabaran siéndolo. […] La rebelión de los estudiantes occidentales fue más una revolución cultural, un rechazo de todo aquello que en la sociedad representaban los valores de la «clase media» de sus padres” (Eric Hobsbawm, 1998: 218)

[v] Tomas Schmit

[vi] Robert Filliou

[vii] El término es originalmente del situacionismo y refiere el uso de un elemento producido por el sistema hegemónico para distorsionar su significado.

[viii] “Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes. Cuando se atribuye el libro a un sujeto, se está descuidando ese trabajo de las materias, y la exterioridad de sus relaciones. Se está fabricando un buen Dios para movimientos geológicos. En un libro, como en cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentaridad, estratos territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de destratificación. Las velocidades comparadas de flujo según esas líneas generan fenómenos de retraso relativo, de viscosidad, o, al contrario, de precipitación y de ruptura. Todo eso, las líneas y las velocidades mesurables, constituye un agenciamiento (‘agencement’). Un libro es precisamente un agenciamiento de ese tipo, y como tal inatribuible” (Deleuze y Guattari, 2004: 8).

[ix] En el sentido que da Marcuse al término: “la construcción de semejante sociedad presupone un tipo de hombre con una sensibilidad y una conciencia diferentes: hombres que hablarían un lenguaje diferente, tendrían actitudes diferentes, seguirían diferentes impulsos; hombres que hayan construido una barrera instintiva contra la crueldad, la brutalidad, la fealdad. Tal transformación instintiva es concebible como un factor de cambio social sólo si impregna la división social del trabajo, las propias relaciones de la producción. Éstas serían configuradas por hombres y mujeres que tuvieran una clara conciencia de ser humanos, tiernos, sensuales, ya no avergonzados de sí mismos: porque «el signo de la libertad alcanzada es no estar avergonzados de nosotros mismos» (Nietzsche, Die Frohliche Wissenschaft, libro III, 275). La imaginación de tales hombres y mujeres moldearía su razón y tendería a hacer del proceso de producción un proceso de creación.” (1969: 28).

[x] Ken Friedman, 2002.

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